Queridas amigas, queridos amigos,
Gracias por estar aquí, en esta conmemoración que trae
nuestro pasado reciente a la retina y al alma.
Aquí estamos, situados en el presente, pero abrigados
con nuestra memoria.
Aquí estamos, respaldados por esta estructura, este
Museo de la Memoria que está construido como un puente, que es un símbolo. Un
símbolo de la labor esencial que nuestra memoria cumple en la arquitectura de
nuestra historia.
Y esta
mañana somos muchos más de lo que parece. Somos una multitud, porque conmemorando con
nosotros, abrazados a nosotros, están todos los que recordamos, todos los que
amamos, todos los que no han partido ni partirán jamás.
Ellas y ellos son los primeros invitados.
Y es por ellos y ellas, pero también por todos los
chilenos y chilenas, que mantenemos viva la antorcha de la memoria, que no es
otra cosa que la persistencia del amor y de la humanidad a pesar de las
terribles heridas que han marcado a nuestro país.
Heridas que por estos días volvemos a mirar de frente
y vuelven a doler. Hemos sido testigos por estos días de innumerables
entrevistas, testimonios, reportajes que testifican y traen al presente las
atrocidades del pasado.
Son recuerdos duros para quienes los vivimos. Y son
imágenes impactantes para miles y miles de chilenas y chilenos que eran muy
niños o aún no nacían en ese tiempo.
Este ejercicio de verdad y de reconocimiento no es un
ejercicio autocomplaciente ni victimizante. Es el ejercicio de un país que
confronta “cara a cara” el horror de lo vivido.
Conocer la verdad es condición de cualquier relato de
presente y de futuro como Nación.
Hoy, Chile está en condiciones de mirar a los ojos su
realidad pasada, reconociendo responsabilidades y condenando la violencia de
Estado que vivimos como pueblo.
Pero esa mirada no puede estar desprovista de las dos
condiciones básicas de la reconciliación de un pueblo: me refiero a la
verdad y la justicia.
La verdad, porque tenemos necesidad de conocer lo que
vivieron las víctimas y qué pasó con ellas, con ellos. Por el derecho mínimo e
innegable de hacer el duelo. Y de tener un lugar físico para hacerlo.
Y la justicia, porque allí donde la justicia
se niega, la impunidad ocupa su espacio, ahondando las fracturas de un
pueblo.
No existe reconciliación que se construya sobre la
ausencia: la ausencia de verdad, la ausencia de justicia o la ausencia de
duelo. Sólo si somos capaces de llenar de sentido estos vacíos estableceremos
nuevas bases sobre las cuales edificar nuestra vida social.
En este ejercicio activo de la memoria, es necesario
que al hablar de lo ocurrido, digamos lo que es “justo” y lo que no.
Es justo hablar de la agudización del conflicto
social, la ausencia de diálogo, la intolerancia y la polarización en todos los
sectores políticos.
Es justo decir que si se hubiesen construido los
acuerdos mínimos en torno a lo fundamental de la democracia como valor en sí
misma, todo habría sido distinto.
Es justo
decir, sobre todo, que cuando la política fracasa, fracasamos todos.
Es entonces cuando triunfa la violencia, y la
violencia golpea siempre a los más débiles.
Lo que no
es justo es hablar del golpe de Estado como un destino fatal e inevitable.
No es justo afirmar que hubiera una guerra civil en
ciernes, porque para dar continuidad y respaldo a la democracia se requería más
democracia, no un golpe de Estado.
Las responsabilidades de la implantación de la
dictadura, los crímenes cometidos por agentes del Estado, la violación de los
derechos humanos, no son justificables, no son inevitables y son
responsabilidad de quienes los cometieron y de quienes los justificaron.
Y es
justo y es legítimo que las percepciones de lo sucedido sean diferentes.
Incluso muy diferentes. Pero es necesario establecer claridad sobre la
naturaleza de lo sucedido. Solo sobre la base de esa claridad se puede construir
un “nosotros” en la diversidad.
Ello significa reconocer la diferencia radical entre
democracia y dictadura. Hay algo inaceptable, ayer, hoy y mañana respecto de la
dictadura. Y es el abismo moral y político entre dictadura y democracia que
constituye la base sobre la que se construye y se sostiene nuestra vida en
sociedad.
De lo que se trata es de establecer claridades sobre
lo sucedido. Y es necesario comprender que aun tenemos una fractura profunda
entre quienes justifican la dictadura y aquellos que confiamos en la democracia
para enfrentar una crisis.
Una crisis tan profunda, que nos costó décadas volver
a sentirnos parte de una misma comunidad y partícipes de una misma historia, de
un mismo destino.
Por la profundidad de esta fractura debemos
reflexionar como sociedad al menos en torno a dos grandes materias:
1) Nuestras instituciones democráticas.
2) Y nuestra capacidad de hacernos cargo de las tareas en torno a los derechos
humanos.
Debemos
deliberar acerca de la salud de nuestras instituciones representativas, y de
cómo éstas abren más y más caminos a la participación ciudadana.
Nuestras instituciones existían para procesar las
demandas de una minoría de ciudadanos, hombres y no mujeres, básicamente
urbanos, provenientes de la clase alta y de a poco, de las clases medias. Esas
mismas instituciones debieron hacerse cargo, a lo largo del siglo XX, de las
demandas de cientos de miles de obreros, campesinos, mineros, mujeres,
estudiantes, migrantes del campo a la ciudad, que multiplicaron por diez el
padrón electoral.
Chile no supo sopesar el gigantesco cambio que
significaba pasar de una democracia reducida, a una democracia genuinamente de
masas y sufragio extendido.
Los canales de participación se hicieron estrechos. El
pueblo muchas veces pasó a organizarse de manera espontánea, porque en el
sistema tradicional tenía poca cabida. Surgieron, incluso, voces críticas a la
institucionalidad, llamada con desdén “democracia burguesa“.
Mientras, del otro lado, las fuerzas conservadoras
mostraban renuencia absoluta a cualquier tipo de adaptación del sistema.
Esa es una primera lección que debemos extraer. O
la democracia se asume en permanente proceso de expansión, o sencillamente los
hechos la irán superando.
Porque cuando los hechos se imponen al derecho,
termina ganando quien tiene la fuerza y no quien tiene la razón.
Hoy
vivimos un momento que demanda nuevamente que nuestra democracia se amplíe y se
adapte a los tiempos. Una nueva ciudadanía ha cristalizado en Chile. Más
educada e informada que nunca antes. Con mayor poder de movilización y con una
capacidad de comunicarse que no existía, gracias a las nuevas tecnologías.
Una ciudadanía crítica y consciente de sus derechos.
Que en regiones pide más autonomía. Que en las universidades pide más equidad.
Que en las poblaciones pide más justicia. Que en los territorios pide más
protección ambiental.
Para esa ciudadanía, votar cada cuatro años y después
irse para la casa a esperar los resultados del gobierno de turno, se torna
insuficiente. Y está bien que así sea. Porque mientras más cerca en el espacio
y en el tiempo estén las decisiones de los ciudadanos, mejor será nuestra
democracia.
La Constitución de 1980 aun posee disposiciones contra
mayoritarias que impiden el libre ejercicio democrático. El sistema electoral,
las reglas para reformar la Constitución, el excesivo centralismo, así como el
quorum de las leyes orgánicas constitucionales, junto a la amplia competencia
del Tribunal Constitucional, son escollos profundos para la voluntad soberana
del pueblo.
Es hora de terminar con esas disposiciones,
inexistentes en las democracias avanzadas.
Es hora de confiar más en la gente y abriendo cauces
para que se exprese. De manera cada vez más periódica. De manera cada vez más
amplia. Y sobre todo, con mecanismos que convoquen a los distintos actores para
el éxito de la democracia.
Debemos tener una democracia cada vez más
representativa, pero también más participativa. Esto es lo que hacen las
democracias más avanzadas. Con distintas capas de gobierno: central, regional y
municipal, que interactúan para acercarse a los ciudadanos. Con mecanismos
institucionales que dan flexibilidad y participación al sistema: plebiscitos,
referendos, iniciativa popular.
Y sobre todo, bajo el principio de que es la mayoría
la que debe regir. Con plena protección a las garantías constitucionales y
derechos de la minoría, pero quien manda es la mayoría.
Para que este sistema funcione hacen falta más que
reglas. Hace falta lo que los autores llaman “el espíritu democrático”, y que
se construye a partir de las lecciones del pasado.
Es el espíritu que rondó en Patricio Aylwin, en Ricardo
Lagos, en Eduardo Frei, y en todos quienes se la jugaron por una transición
pacífica. Es el espíritu que debe rondar ahora que la ciudadanía demanda
reformas profundas a nuestro sistema.
Es el espíritu democrático que debemos a todos
nuestros compatriotas que dieron su vida por la libertad en nuestro país. El
quiebre democrático en Chile fue, también, el quiebre de un proceso que no supo
adaptarse a las demandas de participación de todo un pueblo.
A comprender esta lección, nos llama la memoria en estos
40 años.
Nuestra segunda gran reflexión debe darse en torno a
la necesidad de garantizar y acrecentar el respeto y la promoción de los
derechos humanos.
Y en este sentido hay desafíos no sólo en cuanto a las
violaciones que se cometieron bajo la dictadura, sino también en cuanto a
garantías para aquellos derechos surgidos en democracia. Hablamos de derechos
en el sentido clásico, pero también de derechos que aún no están
suficientemente reconocidos o que no gozan de suficiente protección.
Para muchos los temas del pasado no tienen que ver con
los del presente pero me atrevo a decir que están íntimamente ligados. Una
sociedad que fue obligada a vivir bajo un modelo de convivencia en el que la
diferencia era castigada, tiene la responsabilidad de celebrar su diversidad.
De promoverla y protegerla. Y de superar todas las formas de discriminación y
desigualdad en el acceso y ejercicio de nuestros derechos.
Una forma de asegurar la relación entre derechos
humanos en el pasado y derechos humanos en nuestro presente y futuro, es
robustecer nuestra institucionalidad para avanzar hacia un sistema integral de
promoción y protección de los derechos humanos.
Debemos fortalecer lo que existe: el Museo de la
Memoria y los Derechos Humanos y el Instituto Nacional de Derechos Humanos.
Pero también debemos tener una Defensoría de los Derechos Humanos, un largo
anhelo de los movimientos vinculados al tema, para dar respuesta a los actos de
abuso que cometa el Estado contra cualquier persona.
También es necesario, que nos comprometamos
legislativa y jurídicamente con los tratados pendientes: el Protocolo de la
CEDAW, la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Lesa
Humanidad, el Pacto de San Salvador sobre derechos económicos y sociales.
Pero sobre todo es necesario que exista la voluntad
política y cultural en todos los sectores y actores de nuestra sociedad para
que el enfoque tradicional de los derechos humanos dialogue con los nuevos
desafíos que se abren en esta materia.
Esto no implica renunciar a los procesos de justicia y
reparación. Al contrario: es sólo a través del reconocimiento cabal de ese otro
que podemos comprender que los derechos humanos no se agotan en el respeto a la
vida y la integridad de otra persona.
Otros derechos nacen de este respeto fundamental: el
derecho a la identidad, el derecho a la diversidad, el derecho a la defensa
frente al abuso, el derecho a la participación, el derecho a la libre
expresión, el derecho a la protesta, el derecho a la información pública.
Es decir, derechos que vienen a fortalecer el respeto
social y humano, y constituyen una red que constata el valor que colectivamente
damos a cada persona.
La concepción de que el Estado no puede ser neutral
frente al abuso y debe garantizar activamente el respeto a un conjunto de
derechos de las personas también debe mucho a las luchas recientes. En
dictadura, la lucha por los derechos humanos se hizo en contra del Estado. Era
éste el que los violaba sistemáticamente, y la sociedad civil, a través de sus
organizaciones, la que combatía por su respeto y su restitución. Hoy, sin
embargo, avanzamos hacia una concepción en que el Estado se convierte en
garante de derechos.
Abrir la agenda de derechos humanos es, por lo tanto,
un tributo a la lucha por el respeto y la dignidad de las pasadas décadas. Es
necesario que en nombre de esta trayectoria emprendamos las reivindicaciones
necesarias para Chile: de género, de culturas (especialmente en el caso de los
pueblos indígenas), de diversidad. En toda su amplitud.
Hoy, que ya hemos comprendido que no hay mañana sin
ayer, debemos completar el paso de un Chile de la justicia a un Chile de la
equidad. De la protección a las garantías.
Y de ese compromiso deben participar todas las
instancias e instituciones de nuestra vida social.
Amigos y amigas,
De todo esto hablamos cuando decimos que la memoria permite que transitemos
desde el dolor a la certeza del“nunca jamás”.
Es la memoria la que ayuda a comprender el pasado pero
buscando respuesta para entender cuánto de ese pasado nos interpela hoy. Como
decía Paul Ricoeur: la memoria es la conciencia del pasado en nuestro presente.
Sólo si somos capaces de comprender nuestra
trayectoria en estos cuarenta años, podremos entender también la memoria como
una lección que se aprende. Porque la memoria que permite ese aprendizaje es
una prueba de vida.
Y sólo si somos capaces de hacernos cargo de todas estas tareas que he
mencionado, podremos construir verdaderamente la reconciliación de nuestra
patria.
Una reconciliación que vaya más allá de la consigna.
Una reconciliación no forzada, porque la unidad no se
decreta: se logra a través de la reflexión abierta y colectiva.
Esta reconciliación sólo es posible entre quienes
comprenden que el pasado es irreversible, irreparable, pero están dispuestos a
apostar por un futuro compartido.
Un futuro que, sin pretender borrar el pasado, sin dar
vuelta la página, sin olvido y lleno de justicia, nos permita la certeza de que
como país hemos aprendido esta terrible lección: no estamos dispuestos a
repetir esta historia.
Y esto no es una simple negación. Es la afirmación de
un futuro posible.
Hoy podemos construir, todos juntos, las condiciones
políticas, sociales, institucionales y de justicia que aseguren que en Chile
nunca más volveremos a olvidar la premisa básica de toda vida en conjunto:
cuidarnos unos a otros.
Hoy que estamos al inicio de un nuevo ciclo, nuevas
generaciones esperan de nosotros mucho más que gestos. Esperan hechos. Hoy
estas generaciones reclaman en voz alta su derecho a soñar sin miedo.
Hoy que Chile demanda transformaciones estructurales,
tenemos no sólo la oportunidad, sino el deber de repensar los 40 años a la luz
de las décadas que vendrán. En términos institucionales, políticos, sociales,
humanos.
Ante esta determinación de cambios para hacer de Chile un país pleno de
derechos, justicia y equidad, la memoria estos años debe ser como el edificio
que hoy nos acoge.
Un puente sólido, y luminoso, que nos permita
atravesar lo que nos fractura como nación. Una Memoria que nos permita
proyectar nuestra perspectiva común desde esta explanada hasta el horizonte que
nosotros, soberanamente,decidamos trazarnos.
Muchas
gracias.